Un ruido de colores cálidos y estridentes la
abrigaba mientras ninguna mirada parecía ceñirse a Ella. Caminando con los
labios fruncidos y la mirada asomada tras un gorro de lana rojo, la mentira
taciturna abría una noche dulce. El frío de noviembre se había trashumado en
Madrid. La luz metropolitana bailaba acorde entre millones y millones de
personas que se ignoraban millones y millones de veces entre segundo y segundo.
Y, por un segundo, alguien disintió.
Entre la cantidad de pasos y de humo y de voces y
de colillas y de ignorancia y de putrefacción y de barro y de charcos y de
vacío de la urbe, Ella subía el Pasadizo de San Ginés. Paseando, sin prisa, con
la nariz rojiza y álgida y las manos secretas en los escondites de su sobretodo
azul marino. Sabía que estaba allí. Siempre estaba allí. La Chocolatería de San
Ginés, «La Escondida», la más mítica de las churrerías de la capital la esperaba
con una silla libre en la mesa de su esquina izquierda.
Y, por supuesto, no la esperaba sola.
Con una templanza envidiable y un sutil movimiento,
se sentó frente a Max. Vestía un jersey rallado azul y gris; tenía una leve
sonrisa en la expresión y un cigarrillo entre los dedos de su mano zurda. Ella
pidió chocolate blanco. Él la miro, sintiéndola tan cerca. Su gesto explotó
mientras el humo salía entre la alegría de sus dientes. Apagó el cigarrillo en
un cenicero verde mientras su mano derecha se ofreció a conocer el suave aspecto de su compañera. Sus ojos, tan
celestes como opacos, hablaron a la par que sus labios:
¿Nos conocemos?
Ahora sí.
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